cuento


El campesino y el diablo

Érase una vez un campesino ingenioso y muy socarrón, de cuyas picardías mucho habría que contar. Pero la historia más divertida es, sin duda, cómo en cierta ocasión consiguió jugársela al diablo y hacerle pasar por tonto.
El campesinito, un buen día en que había estado labrando sus tierras y, habiendo ya oscurecido, se disponía a regresar a su casa, descubrió en medio de su campo un montón de brasas encendidas. Cuando, asombrado, se acercó a ellas, se encontró sentado sobre las ascuas a un diablillo negro.
—¡De modo que estás sentado sobre un tesoro! —dijo el campesinito.
—Pues sí —respondió el diablo—, sobre un tesoro en el que hay más oro y plata de lo que hayas podido ver en toda tu vida.
—Pues entonces el tesoro me pertenece, porque está en mis tierras —dijo el campesinito.
—Tuyo será —repuso el diablo—, si me das la mitad de lo que produzcan tus campos durante dos años. Bienes y dinero tengo de sobra, pero ahora me apetecen los frutos de la tierra.
El campesino aceptó el trato.
—Pero para que no haya discusiones a la hora del reparto —dijo—, a ti te tocará lo que crezca de la tierra hacia arriba y a mí lo que crezca de la tierra hacia abajo.
Al diablo le pareció bien esta propuesta, pero resultó que el avispado campesino había sembrado remolachas. Cuando llegó el tiempo de la cosecha apareció el diablo a recoger sus frutos, pero sólo encontró unas cuantas hojas amarillentas y mustias, en tanto que el campesinito, con gran satisfacción, sacaba de la tierra sus remolachas.
—Esta vez tú has salido ganando —dijo el diablo—, pero la próxima no será así de ningún modo. Tú te quedarás con lo que crezca de la tierra hacia arriba, y yo recogeré lo que crezca de la tierra hacia abajo.
—Pues también estoy de acuerdo —contestó el campesinito.
Pero cuando llegó el tiempo de la siembra, el campesino no plantó remolachas, sino trigo. Cuando maduraron los granos, el campesino fue a sus tierras y cortó las repletas espigas a ras de tierra. Y cuando llegó el diablo no encontró más que los rastrojos y, furioso, se precipitó en las entrañas de la tierra.
—Así es como hay que tratar a los pícaros —dijo el campesinito; y se fue a recoger su tesoro.

martes, 16 de diciembre de 2008

Van Gogh

Cuadros de Van Gogh, si quieres ver más visita mi espacio.





domingo, 30 de noviembre de 2008

BUSCANDO A WALLY

¿Dónde está Wally? ¡Ánimo!

jueves, 30 de octubre de 2008

Matrioska

Matrioska

Anónimo ruso

El viejo Seguei había nacido al sur de la ribera oriental del Volga, cerca de la región del Caúcaso. Como sus padres, y los padres de sus padres, y aún incluso los padres de éstos, el viejo Serguei había dedicado su vida a transformar la madera. Como ya habrán imaginado, era carpintero. Fabricaba desde muebles a hermosos juguetes, caballos de cartón y móviles, pasando por silbatos tallados y hasta instrumentos musicales. Cada semana, salía a recoger la madera necesaria para sus jornadas de trabajo. La seleccionaba de forma precisa, y de una sola ojeada sabía para qué podría ser utilizada. Aquella noche había caído una abundante nevada. Sin embargo, cuando los primeros rayos perezosos de sol comenzaron a despertar, y pese al frío que helaba hasta el aliento, Seguei salió de la cabaña y recorrió lentamente el camino hacia el bosque. El suelo y las hojas de los árboles aparecían completamente pintados por la inmaculada nevada y aún incluso los rayos del sol, que empezaban a despuntar, reflejaban y lo deslumbraban con su luz blanquecina.
Serguei recorrió un largo camino y no encontró más que pequeños maderos y troncones que, como mucho, le servirían para azuzar la estufa de la casa. Aquel no parecía que fuera a ser un día productivo porque los empleados de los grandes aserraderos no habían dejado ningún tronco olvidado o podrido. De pronto, en un claro del bosque, el viejo Serguei se fijó en un montón de nieve que sobresalía en el llano. Se acercó pensando que se trataría de un animal agazapado y al agacharse vio el más hermoso de los troncos que nunca antes había recogido. La madera, blanquecina, parecía brillar bajo los primeros rayos, y del grueso del tronco surgía un halo de vida, casi tan intenso como el de los oseznos al nacer. Serguei cogió con todas sus fuerzas el tronco en sus manos y lo llevó a casa. Pero, así, con aquella fuerza que desprendía, el viejo Serguei no sabía qué fabricar con él. Debía ser, sin duda, algo muy especial.
Durante los siguientes dos días, con sus respectivas noches, Serguei no podía comer, ni dormir, ni trabajar. Tal era su obsesión por aquel tronco. Finalmente, una mañana, cuando había caído rendido por el cansancio, despertó y decidió, sin más, que fabricaría una muñeca. Aquel mismo día puso el tronco sobre la mesa de trabajo y empezó a tallarla suave y delicadamente. El trabajo, arduo, duró más de una semana, y cuando la terminó Serguei se sintió tan orgulloso de su obra que decidió no ponerla en venta y la guardó consigo... sin, duda, para que lo acompañara en su soledad. Le puso por nombre Matrioska.
Cada mañana, Serguei se levantaba y la saludaba cortésmente antes de iniciar sus tareas:
-Buenos días, Matrioska.
Un día tras otro repetía la misma cantinela, hasta que, de pronto, una mañana, un tenue susurro le respondió:
-Buenos días, Serguei.
El viejo Serguei se quedó tremendamente impresionado y repitió:
-Buenos días, Matrioska...
-Buenos días, Serguei -le contestó la muñeca, en un hilo de voz.
Maravillado, Serguei se acercó a la muñeca para comprobar que era ella quien hablaba y no sus viejos oídos los que le jugaban una mala pasada y, desde aquel día, vio acompañada su soledad por la pequeña Matrioska, que era un pozo de palabras y risas, y lo distraía y alegraba en su trabajo diario. Eso sí, Matrioska sólo hablaba cuando los dos, carpintero y muñeca, estaban solos.
Una mañana Matrioska despertó muy triste. Serguei, que no tenía un pelo de tonto, había venido observando la tristeza en los ojos de la muñeca desde hacía varias semanas. Tras mucho rogarle, Matrioska, un poco avergonzada, le explicó que ella veía cada día por la ventana a los pájaros con sus crías, a los osos con sus oseznos, y hasta a las orugas que parecían verse perseguidas por millones de oruguitas que se enganchaban unas a otras formando una gran cordada...
-Incluso tú -apuntó Matrioska- tú me tienes a mí, pero yo también querría tener una hija.
-Pero entonces -respondió Serguei- tendría que abrirte y sacar la madera de dentro de ti, y sería doloroso y nada fácil.
-Ya sabes que en la vida las cosas importantes siempre suponen pequeños sacrificios -respondió la dulce Matrioska.
Y así fue como el viejo Seguei abrió a Matrioska y extrajo cuidadosamente la madera de su interior para hacer una muñeca, casi gemela, pero un poco más pequeña, a la que llamó Trioska. Desde aquel día, cada mañana, al levantarse, saludaba:
-Buenos días, Matrioska; buenos días, Trioska.
-Buenos días, Serguei; buenos días, Serguei -respondían ellas al unísono.
Ocurrió que también Trioska sintió la necesidad de ser madre. De modo que el viejo Serguei extrajo la madera de su interior y fabricó una muñeca aún más pequeña, a la que puso por nombre Oska. Al cabo de un tiempo también Oska quería tener su propia hija, pero al abrirla Serguei se dio cuenta de que sólo quedaba un mínimo pedazo de madera, tan blanca como el primer día, pero del tamaño de un garbanzo. Sólo una muñeca más podría fabricarse. Entonces el viejo Serguei tuvo una gran idea. Fabricó un pequeño muñeco, y antes de terminarlo, le dibujó unos enormes bigotes y lo puso ante el espejo diciéndole:
-Mira Ka,... tú tienes bigotes. Eres un hombre, o sea, recuerda que no puedes tener un hijo o una hija de dentro de ti.
Después abrió a Oska. Puso a Ka dentro de Oska. Cerró a Oska, abrió a Trioska. Puso a Oska dentro de Trioska. Cerró a Trioska, abrió a Matrioska. Puso a Trioska dentro de Matrioska y cerró a Matrioska.
Y esta es la historia de Seguei y su muñeca Matrioska. Un día Matrioska desapareció y nunca la han vuelto a encontrar. Estará en alguna tienda de antigüedades o en la estantería de alguna vieja librería. Si la encuentran no duden nunca en darle el mayor cariño, porque ella no dudó en hacer el mayor de los sacrificios por alcanzar algo tan importante como la maternidad.

lunes, 20 de octubre de 2008

viernes, 10 de octubre de 2008

MURENA

Excelente comic histórico ambientado en la antigua Roma. Este es el tomo I de 6. Muy buenos dibujos.

lunes, 22 de septiembre de 2008

domingo, 21 de septiembre de 2008

martes, 16 de septiembre de 2008


UN SEÑOR MUY VIEJO CON UNAS ALAS ENORMES
Gabriel Garcia Márquez
Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que
Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién
nacido había pasado la noche con calenturas y se pensaba que era causa de la
pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma
cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de
lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan
mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los
cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del
patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba
tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía
levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.
Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer,
que estaba poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio.
Ambos observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un
trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy
pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había
desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio
desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con
tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y
acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en
un dialecto incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así como pasaron
por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un
náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo,
llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte,
y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.
- Es un ángel –les dijo-. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan
viejo que lo ha tumbado la lluvia.
Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un
ángel de carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de
estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían
tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la
cocina, armado con un garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del
lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero alumbrado. A media noche, cuando
terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el niño
despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron magnánimos y
decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días, y
abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio con las primeras luces,
encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor
devoción y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no
fuera una criatura sobrenatural sino un animal de circo.
El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la
noticia. A esa hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y
habían hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples
pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero,
suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas las
guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera conservado como semental para
implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran cargo del
Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador macizo.
Asomado a las alambradas repasó un instante su catecismo, y todavía pidió que le
abrieran la puerta para examinar de cerca de aquel varón de lástima que más parecía una
enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón,
secándose al sol las alas extendidas, entre las cáscaras de fruta y las sobras de desayunos
que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si
levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga
entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera
sospecha de impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar
a sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía
un insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas parasitarias y
las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable
estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el
gallinero, y con un breve sermón previno a los curiosos contra los riesgos de la
ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios
de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento
esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos
podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su
obispo, para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final
viniera de los tribunales más altos.
Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó
con tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado,
y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a
punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de
feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la
entrada para ver al ángel.
Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un
acróbata volador, que pasó zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero
nadie le hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron
en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde
niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un
jamaicano que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un
sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho
despierto, y muchos otros de menor gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio
que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque en
menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila de
peregrinos que esperaban su turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.
El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo
se le iba buscando acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las
lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al
principio trataron de que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría
de la vecina sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba,
como despreció sin probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y
nunca se supo si fue por ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que papillas
de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los
primeros tiempos, cuando le picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares
que proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas
sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de que se levantara
para verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le
abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos, porque llevaba tantas horas de
estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado, despotricando en lengua
hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un
remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no
parecía de este mundo. Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido de rabia
sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría entendió
que su pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo en
reposo.
El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas
de inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza
del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se
les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el
arameo, si podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente
un noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de
los siglos, si un acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las
tribulaciones del párroco.
Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes
del Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido
en araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que
la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su
absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en
duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la
cabeza de una doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino
la sincera aflicción con que contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una
niña se había escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba
por el bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso
abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la
convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas
caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad
humana y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel
despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros
que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que
no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo
andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron
girasoles en las heridas. Aquellos milagros de consolación que más bien parecían
entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel cuando la
mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se
curó para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como
en los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.
Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado
construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy
altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las
ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de
conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y
Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda
tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos
tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con
creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al
ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por
todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño
aprendió a caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego se
fueron olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara
los dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se
caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los
mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro
sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al
niño no resistió la tentación de auscultar al ángel, y encontró tantos soplos en el corazón
y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más
le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel
organismo completamente humano, que no podía entender por qué no las tenían
también los otros hombres.
Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían
desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un
moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después
lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que
llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la
exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel
infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le habían
vuelto tan turbios que andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las
cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y le hizo la
caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la
noche con calenturas delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las
pocas veces en que se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la
vecina sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.
Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con
los primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio,
donde nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas
plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo
percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos cambios, porque se
cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie oyera las canciones de
navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando
rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando un viento que parecía de alta mar se
metió en la cocina. Entonces se asomó por la ventana, y sorprendió al ángel en las
primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes, que abrió con las uñas un surco de arado
en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos
indignos que resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar
altura. Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por
encima de las últimas casas, sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de
buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo
hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo
en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte del mar
.

martes, 15 de julio de 2008

los asesinos

Ernest Hemingway(1899-1961)
Los asesinos
La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador. —¿Qué van a pedir? —les preguntó George. —No sé —dijo uno de ellos—. ¿Vos qué tenés ganas de comer, Al? —Qué sé yo —respondió Al—, no sé. Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba. —Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas —dijo el primero. —Todavía no está listo. —¿Entonces por qué carajo lo ponés en la carta? —Esa es la cena —le explicó George—. Puede pedirse a partir de las seis. George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador. —Son las cinco. —El reloj marca las cinco y veinte —dijo el segundo hombre. —Adelanta veinte minutos. —Bah, a la mierda con el reloj —exclamó el primero—. ¿Qué tenés para comer? —Puedo ofrecerles cualquier variedad de sánguches —dijo George—, jamón con huevos, tocino con huevos, hígado y tocino, o un bife. —A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas. —Esa es la cena. —¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena? —Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocino con huevos, hígado... —Jamón con huevos —dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes. —Dame tocino con huevos —dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador. —¿Hay algo para tomar? —preguntó Al. —Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol, y otras bebidas gaseosas —enumeró George. —Dije si tenés algo para tomar. —Sólo lo que nombré. —Es un pueblo caluroso este, ¿no? —dijo el otro— ¿Cómo se llama? —Summit. —¿Alguna vez lo oíste nombrar? —preguntó Al a su amigo. —No —le contestó éste. —¿Qué hacen acá a la noche? —preguntó Al. —Cenan —dijo su amigo—. Vienen acá y cenan de lo lindo. —Así es —dijo George. —¿Así que creés que así es? —Al le preguntó a George. —Seguro. —Así que sos un chico vivo, ¿no? —Seguro —respondió George. —Pues no lo sos —dijo el otro hombrecito—. ¿No cierto, Al? —Se quedó mudo —dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó: —¿Cómo te llamás? —Adams. —Otro chico vivo —dijo Al—. ¿No, Max, que es vivo? —El pueblo está lleno de chicos vivos —respondió Max. George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocino con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina. —¿Cuál es el suyo? —le preguntó a Al. —¿No te acordás? —Jamón con huevos. —Todo un chico vivo —dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. George los observaba. —¿Qué mirás? —dijo Max mirando a George. —Nada. —Cómo que nada. Me estabas mirando a mí. —En una de esas lo hacía en broma, Max —intervino Al. George se rió. —Vos no te rías —lo cortó Max—. No tenés nada de qué reírte, ¿entendés? —Está bien —dijo George. —Así que pensás que está bien —Max miró a Al—. Piensa que está bien. Esa sí que está buena. —Ah, piensa —dijo Al. Siguieron comiendo. —¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? —le preguntó Al a Max. —Ey, chico vivo —llamó Max a Nick—, andá con tu amigo del otro lado del mostrador. —¿Por? —preguntó Nick. —Porque sí. —Mejor pasá del otro lado, chico vivo —dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador. —¿Qué se proponen? —preguntó George. —Nada que te importe —respondió Al—. ¿Quién está en la cocina? —El negro. —¿El negro? ¿Cómo el negro? —El negro que cocina. —Decile que venga. —¿Qué se proponen? —Decile que venga. —¿Dónde se creen que están? —Sabemos muy bien donde estamos —dijo el que se llamaba Max—. ¿Parecemos tontos acaso? —Por lo que decís, parecería que sí —le dijo Al—. ¿Qué tenés que ponerte a discutir con este chico? —y luego a George— Escuchá, decile al negro que venga acá. —¿Qué le van a hacer? —Nada. Pensá un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro? George abrió la portezuela de la cocina y llamó: —Sam, vení un minutito. El negro abrió la puerta de la cocina y salió. —¿Qué pasa? —preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador. —Muy bien, negro —dijo Al—. Quedate ahí. El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador: —Sí, señor —dijo. Al bajó de su taburete. —Voy a la cocina con el negro y el chico vivo —dijo—. Volvé a la cocina, negro. Vos también, chico vivo. El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, lo de Henry había sido una taberna. —Bueno, chico vivo —dijo Max con la vista en el espejo—. ¿Por qué no decís algo? —¿De qué se trata todo esto? —Ey, Al —gritó Max—. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto. —¿Por qué no le contás? —se oyó la voz de Al desde la cocina. —¿De qué creés que se trata? —No sé. —¿Qué pensás? Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo. —No lo diría. —Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa. —Está bien, puedo oírte —dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos—. Escuchame, chico vivo —le dijo a George desde la cocina—, alejate de la barra. Vos, Max, correte un poquito a la izquierda —parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal. —Decime, chico vivo —dijo Max—. ¿Qué pensás que va a pasar? George no respondió. —Yo te voy a contar —siguió Max—. Vamos a matar a un sueco. ¿Conocés a un sueco grandote que se llama Ole Andreson? —Sí. —Viene a comer todas las noches, ¿no? —A veces. —A las seis en punto, ¿no? —Si viene. —Ya sabemos, chico vivo —dijo Max—. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine? —De vez en cuando. —Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como vos, está bueno ir al cine. —¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo? —Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio. —Y nos va a ver una sola vez —dijo Al desde la cocina. —¿Entonces por qué lo van a matar? —preguntó George. —Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo. —Callate —dijo Al desde la cocina—. Hablás demasiado. —Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo? —Hablás demasiado —dijo Al—. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja de amigas en el convento. —¿Tengo que suponer que estuviste en un convento? —Uno nunca sabe. —En un convento judío. Ahí estuviste vos. George miró el reloj. —Si viene alguien, decile que el cocinero salió, si después de eso se queda, le decís que cocinás vos. ¿Entendés, chico vivo? —Sí —dijo George—. ¿Qué nos harán después? —Depende —respondió Max—. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento. George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de calle se abrió y entró un conductor de tranvías. —Hola, George —saludó—. ¿Me servís la cena? —Sam salió —dijo George—. Volverá alrededor de una hora y media. —Mejor voy a la otra cuadra —dijo el chofer. George miró el reloj. Eran las seis y veinte. —Estuviste bien, chico vivo —le dijo Max—. Sos un verdadero caballero. —Sabía que le volaría la cabeza —dijo Al desde la cocina. —No —dijo Max—, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo. A las siete menos cinco George habló: —Ya no viene. Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sánguche de jamón con huevos “para llevar”, como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en sus bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó, el cliente pagó y salió. —El chico vivo puede hacer de todo —dijo Max—. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda esposa, chico vivo. —¿Sí? —dijo George— Su amigo, Ole Andreson, no va a venir. —Le vamos a dar otros diez minutos —repuso Max. Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco. —Vamos, Al —dijo Max—. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene. —Mejor esperamos otros cinco minutos —dijo Al desde la cocina. En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo. —¿Por qué carajo no conseguís otro cocinero? —lo increpó el hombre—. ¿Acaso no es un restaurante esto? —luego se marchó. —Vamos, Al —insistió Max. —¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro? —No va a haber problemas con ellos. —¿Estás seguro? —Sí, ya no tenemos nada que hacer acá. —No me gusta nada —dijo Al—. Es imprudente, vos hablás demasiado. —Uh, qué te pasa —replicó Max—. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no? —Igual hablás demasiado —insistió Al. Este salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con sus manos enguantadas. —Adios, chico vivo —le dijo a George—. La verdad que tuviste suerte. —Es cierto —agregó Max—, deberías apostar en las carreras, chico vivo. Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero. —No quiero que esto vuelva a pasarme —dijo Sam—. Ya no quiero que vuelva a pasarme. Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en su boca. —¿Qué carajo...? —dijo pretendiendo seguridad. —Querían matar a Ole Andreson —les contó George—. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer. —¿A Ole Andreson? —Sí, a él. El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares. —¿Ya se fueron? —preguntó. —Sí —respondió George—, ya se fueron. —No me gusta —dijo el cocinero—. No me gusta para nada. —Escuchá —George se dirigió a Nick—. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson. —Está bien. —Mejor que no tengas nada que ver con esto —le sugirió Sam, el cocinero—. No te conviene meterte. —Si no querés no vayas —dijo George. —No vas a ganar nada involucrándote en esto —siguió el cocinero—. Mantenete al margen. —Voy a ir a verlo —dijo Nick—. ¿Dónde vive? El cocinero se alejó. —Los jóvenes siempre saben que es lo que quieren hacer —dijo. —Vive en la pensión Hirsch —George le informó a Nick. —Voy para allá. Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada. —¿Está Ole Andreson? —¿Querés verlo? —Sí, si está. Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta. —¿Quién es? —Alguien que viene a verlo, Sr. Andreson —respondió la mujer. —Soy Nick Adams. —Pasá. Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido un boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick. —¿Qué pasó? —preguntó. —Estaba en lo de Henry —comenzó Nick—, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo. Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada. —Nos metieron en la cocina —continuó Nick—. Iban a dispararle apenas entrara a cenar. Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra. —George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase. —No hay nada que yo pueda hacer —Ole Andreson dijo finalmente. —Le voy a decir cómo eran. —No quiero saber cómo eran —dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: —Gracias por venir a avisarme. —No es nada. Nick miró al grandote que yacía en la cama. —¿No quiere que vaya a la policía? —No —dijo Ole Andreson—. No sería buena idea. —¿No hay nada que yo pudiera hacer? —No. No hay nada que hacer. —Tal vez no lo dijeron en serio. —No. Lo decían en serio. Ole Andreson volteó hacia la pared. —Lo que pasa —dijo hablándole a la pared— es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá. —¿No podría escapar de la ciudad? —No —dijo Ole Andreson—. Estoy harto de escapar. Seguía mirando a la pared. —Ya no hay nada que hacer. —¿No tiene ninguna manera de solucionarlo? —No. Me equivoqué —seguía hablando monótonamente—. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir. —Mejor vuelvo a lo de George —dijo Nick. —Chau —dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick—. Gracias por venir. Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared. —Estuvo todo el día en su cuarto —le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras—. No debe sentirse bien. Yo le dije: “Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal tan lindo como este”, pero no tenía ganas. —No quiere salir. —Qué pena que se sienta mal —dijo la mujer—. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías? —Sí, ya sabía. —Uno no se daría cuenta salvo por su cara —dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal—. Es tan amable. —Bueno, buenas noches, Señora Hirsch —saludó Nick. —Yo no soy la Señora Hirsch —dijo la mujer—. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la Señora Bell. —Bueno, buenas noches, Señora Bell —dijo Nick. —Buenas noches —dijo la mujer. Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador. —¿Viste a Ole? —Sí —respondió Nick—. Está en su cuarto y no va a salir. El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina. —No pienso escuchar nada —dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina. —¿Le contaste lo que pasó? —preguntó George. —Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata. —¿Qué va a hacer? —Nada. —Lo van a matar. —Supongo que sí. —Debe haberse metido en algún lío en Chicago. —Supongo —dijo Nick. —Es terrible. —Horrible —dijo Nick. Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador. —Me pregunto qué habrá hecho —dijo Nick. —Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan. —Me voy a ir de este pueblo —dijo Nick. —Sí —dijo George—. Es lo mejor que podés hacer. —No soporto pensar en él esperando en su cuarto sabiendo lo que le va a pasar. Es realmente horrible. —Bueno —dijo George—. Mejor dejá de pensar en eso.
FIN

viernes, 11 de julio de 2008

ilustraciones de Cris de Lara

viernes, 4 de julio de 2008

abuelita




Abuelita

Hans Christian Andersen




Abuelita es muy vieja, tiene muchas arrugas y el pelo completamente blanco,
pero sus ojos brillan como estrellas, sólo que mucho más hermosos, pues su
expresión es dulce, y da gusto mirarlos. También sabe cuentos maravillosos y
tiene un vestido de flores grandes, grandes, de una seda tan tupida que cruje
cuando anda. Abuelita sabe muchas, muchísimas cosas, pues vivía ya mucho
antes que papá y mamá, esto nadie lo duda. Tiene un libro de cánticos con
recias cantoneras de plata; lo lee con gran frecuencia. En medio del libro hay
una rosa, comprimida y seca, y, sin embargo, la mira con una sonrisa de
arrobamiento, y le asoman lágrimas a los ojos. ¿Por qué abuelita mirará así la
marchita rosa de su devocionario? ¿No lo sabes? Cada vez que las lágrimas de
la abuelita caen sobre la flor, los colores cobran vida, la rosa se hincha y toda
la sala se impregna de su aroma; se esfuman las paredes cual si fuesen pura
niebla, y en derredor se levanta el bosque, espléndido y verde, con los rayos del
sol filtrándose entre el follaje, y abuelita vuelve a ser joven, una bella
muchacha de rubias trenzas y redondas mejillas coloradas, elegante y graciosa;
no hay rosa más lozana, pero sus ojos, sus ojos dulces y cuajados de dicha,
siguen siendo los ojos de abuelita.
Sentado junto a ella hay un hombre, joven, vigoroso, apuesto. Huele la rosa y
ella sonríe - ¡pero ya no es la sonrisa de abuelita! - sí, y vuelve a sonreír. Ahora
se ha marchado él, y por la mente de ella desfilan muchos pensamientos y
muchas figuras; el hombre gallardo ya no está, la rosa yace en el libro de
cánticos, y... abuelita vuelve a ser la anciana que contempla la rosa marchita
guardada en el libro.
Ahora abuelita se ha muerto. Sentada en su silla de brazos, estaba contando
una larga y maravillosa historia.
- Se ha terminado - dijo - y yo estoy muy cansada; dejadme echar un
sueñecito.
Se recostó respirando suavemente, y quedó dormida; pero el silencio se volvía
más y más profundo, y en su rostro se reflejaban la felicidad y la paz; habríase
dicho que lo bañaba el sol... y entonces dijeron que estaba muerta.
La pusieron en el negro ataúd, envuelta en lienzos blancos. ¡Estaba tan
hermosa, a pesar de tener cerrados los ojos! Pero todas las arrugas habían
desaparecido, y en su boca se dibujaba una sonrisa. El cabello era blanco
como plata y venerable, y no daba miedo mirar a la muerta. Era siempre la
abuelita, tan buena y tan querida. Colocaron el libro de cánticos bajo su
cabeza, pues ella lo había pedido así, con la rosa entre las páginas. Y así
enterraron a abuelita.
En la sepultura, junto a la pared del cementerio, plantaron un rosal que
floreció espléndidamente, y los ruiseñores acudían a cantar allí, y desde la
iglesia el órgano desgranaba las bellas canciones que estaban escritas en el
libro colocado bajo la cabeza de la difunta. La luna enviaba sus rayos a la
tumba, pero la muerta no estaba allí; los niños podían ir por la noche sin
temor a coger una rosa de la tapia del cementerio. Los muertos saben mucho
más de cuanto sabemos todos los vivos; saben el miedo, el miedo horrible que
nos causarían si volviesen. Pero son mejores que todos nosotros, y por eso no
vuelven. Hay tierra sobre el féretro, y tierra dentro de él. El libro de cánticos,
con todas sus hojas, es polvo, y la rosa, con todos sus recuerdos, se ha
convertido en polvo también. Pero encima siguen floreciendo nuevas rosas y
cantando los ruiseñores, y enviando el órgano sus melodías. Y uno piensa muy
a menudo en la abuelita, y la ve con sus ojos dulces, eternamente jóvenes. Los
ojos no mueren nunca. Los nuestros verán a abuelita, joven y hermosa como
antaño, cuando besó por vez primera la rosa, roja y lozana, que yace ahora en
la tumba convertida en polvo.

lunes, 30 de junio de 2008

La Mata de Albahaca


La Mata de Albahaca


Era una mujer que tenía tres hijas. Y tenían en el jardín una mata de albahaca y cada día salía una de las hermanas a regarla.
Un día salió a regar la mata de albahaca la hija mayor. Y cuando estaba regándola, pasó por allí el hijo del rey y le dijo:
--Señorita que riega la albahaca, ¿cuantas hojas tiene la mata?.
Y como no supo responder se fue el hijo del rey para su palacio.
Y al día siguiente pasó otra vez el hijo del rey por la casa y salió la hermana segunda a regar la albahaca, y él la hizo la misma pregunta:
--Señorita que riega la albahaca, ¿cuantas hojas tiene la mata?.
Tampoco supo responder y el hijo del rey se fue para su palacio.
El tercer día, cuando volvió el hijo del rey a pasar por la casa, la hermana menor pasó a regar la albahaca, y él le hizo las misma pregunta que a las otras:
--Señorita que riega la albahaca, ¿cuantas hojas tiene la mata?.
Y ella le respondió:
--Señorito aventurero, ¿cuántas estrellas tiene el cielo?.
Y como el hijo del rey no supo responder a esta pregunta, se fue a su palacio muy avergonzado.
Y entonces el hijo del rey como estaba muy avergonzado de ver que no habia podido responder a la pregunta de la hermana menor, se metió a encajero y salió a vender encajes a todas partes. Y llegó a la casa en donde vivían las tres hermanas y salieron a ver que vendía. Y la hermana menor escogió por fin una puntilla y le dijo al encajero:
--¿Cuánto quiere usted por esta puntilla?
Y él le dijo:
--Por esta puntilla un beso.
Y ella le dio el beso y se quedó con la puntilla.
Y otro día volvió el hijo del rey como antes a la casa de las tres hermanas. Y salió la hermana mayor a regar la albahaca y él la preguntó otra vez:
--Señorita que riega la albahaca, ¿cuantas hojas tiene la mata?.
Y ella no supo que responder y él se fue para su palacio. Y al día siguiente volvió y salió la hermana segunda a regar la albahaca, y el hijo del rey la preguntó como antes:
--Señorita que riega la albahaca, ¿cuantas hojas tiene la mata?.
Y ella no supo que responder como la primera vez. Y vino otro día el hijo del rey y salió la hermana menor a reger la albahaca, y la preguntó como antes:
--Señorita que riega la albahaca, ¿cuantas hojas tiene la mata?.
Y ella le respondió como la primera vez:
--Señorito aventurero.¿Cuántas estrellas tiene el cielo?.
Y a eso preguntó él:
--Y el beso del encajero.¿estuvo malo o estuvo bueno.?
Y como ella no supo responder se metió en la cama avergonzada.
Pero pocos días después se puso malo el hijo del rey y no había médico que lo pudiera curar. Y fue la hermana menor y se vistió de médico. Fue al palacio del rey de médico superior, mucho superior, y le dijo al rey:
--Yo vengo señor rey, a curar a su hijo.
Y la dejaron entrar y consultó con los otros médicos y dijo:
--Pa que sane el principe hay que meterle un nabo en el culo.
Conque bueno, que le metieron el nabo en el culo y el hijo se puso bueno.
Y cuando ya estaba bueno, salió el hijo del rey otra vez a paseo y pasó por la casa de las tres hermanas otra vez. Y salió como de costumbre la hermana mayor a regar la albahaca, y él la preguntó de nuevo:
--Señorita que riega la albahaca, ¿cuantas hojas tiene la mata?.
Y ella, como antes, no supo reponder.
Y otro dia salió la hermana segunda a regar la albahaca, y la hizo el hijo del rey la misma pregunta de siempre:
--Señorita que riega la albahaca, ¿cuantas hojas tiene la mata?.
Y tampoco supo responder.
Y al tercer día, cuando pasó el hijo del rey por la casa, salió la hermana menor a regar la albahaca y él le preguntó como lo había hecho antes:
--Señorita que riega la albahaca, ¿cuantas hojas tiene la mata?.
Y ella le respondió como antes:
--Señorito aventurero.¿Cuántas estrellas tiene el cielo?.
Y entonces el hijo del rey creyó que iba a salirse con la suya como antes y la preguntó:
--Y el beso del encajero.¿estuvo malo o estuvo bueno.?
Pero se engaño el hijo del rey, porque apenas había preguntado eso de antes, cuando ella le preguntó:
--Y el nabo por el culo.¿estaba blando o estaba duro?.
Y entonces el hijo del rey comprendió que ella había sido la que le había metido el nabo por el culo. Y como estaba muy enamorado de ella y ella también estaba enamorada de él, enseguida se casaron.

viernes, 27 de junio de 2008

La sopa de piedra




La sopa de piedra
Versión de J.M. González-Serna
Un monje estaba haciendo la colecta por una región en la que las gentes tenían fama de ser muy tacañas. Llegó a casa de unos campesinos, pero allí no le quisieron dar nada. Así que como era la hora de comer y el monje estaba bastante hambriento dijo:
-Pues me voy a hacer una sopa de piedra riquísima.
Ni corto ni perezoso cogió una piedra del suelo, la limpió y la miró muy bien para comprobar que era la adecuada, la piedra idónea para hacer una sopa. Los campesinos comenzaron a reírse del monje. Decían que estaba loco, que vaya chaladura más gorda. Sin embargo, el monje les dijo:
-¡Cómo! ¿no me digáis que no habéis comido nunca una sopa de piedra? ¡Pero si es un plato exquisito!
-¡Eso habría que verlo, viejo loco! –dijeron los campesinos.
Precisamente esto último es lo que esperaba oír el astuto monje. Enseguida lavó la piedra con mucho cuidado en la fuente que había delante de la casa y dijo:
-¿Me podéis prestar un caldero? Así podré demostraros que la sopa de piedra es una comida exquisita.
Los campesinos se reían del fraile, pero le dieron el puchero para ver hasta dónde llegaba su chaladura. El monje llenó el caldero de agua y les preguntó:
-¿Os importaría dejarme entrar en vuestra casa para poner la olla al fuego?
Los campesinos le invitaron a entrar y le enseñaron dónde estaba la cocina.
-¡Ay, qué lástima! –dijo el fraile-. Si tuviera un poco de carne de vaca la sopa estaría todavía más rica.
La madre de la familia le dio un trozo de carne ante la rechifla de toda su familia. El viejo la echó en la olla y removió el agua con la carne y la piedra. Al cabo de un ratito probó el caldo:
-Está un poco sosa. Le hace falta sal.
Los campesinos le dieron sal. La añadió al agua, probó otra vez la sopa y comentó:
-Desde luego, si tuviéramos un poco de berza los ángeles se chuparían los dedos con esta sopa.
El padre, burlándose del monje, le dijo que esperase un momento, que enseguidita le traía un repollo de la huerta y que para que los ángeles no protestaran por una sopa de piedra tan sosa le traería también una patata y un poco de apio.
-Desde luego que eso mejoraría mi sopa muchísimo –le contestó el monje.
Después de que el campesino le trajera las verduras, el viejo las lavó, troceó y echó dentro del caldero en el que el agua hervía ya a borbotones.
-Un poquito de chorizo y tendré una sopa de piedra digna de un rey.
-Pues toma ya el chorizo, mendigo loco.
Lo echó dentro de la olla y dejó hervir durante un ratito, al cabo del cual sacó de su zurrón un pedacillo de pan que le quedaba del desayuno, se sentó en la mesa de la cocina y se puso a comer la sopa. La familia de campesinos le miraba, y el fraile comía la carne y las verduras, rebañaba, mojaba su pan en el caldo y al final se lo bebía. No dejó en la olla ni gota de sopa. Bueno. Dejó la piedra. O eso creían los campesinos, porque cuando terminó de comer cogió el pedrusco, lo limpió con agua, secó con un paño de la cocina y se lo guardó en la bolsa.
-Hermano, -le dijo la campesina- ¿para que te guardas la piedra?
-Pues por si tengo que volver a usarla otro día. ¡Dios os guarde, familia!