cuento


El campesino y el diablo

Érase una vez un campesino ingenioso y muy socarrón, de cuyas picardías mucho habría que contar. Pero la historia más divertida es, sin duda, cómo en cierta ocasión consiguió jugársela al diablo y hacerle pasar por tonto.
El campesinito, un buen día en que había estado labrando sus tierras y, habiendo ya oscurecido, se disponía a regresar a su casa, descubrió en medio de su campo un montón de brasas encendidas. Cuando, asombrado, se acercó a ellas, se encontró sentado sobre las ascuas a un diablillo negro.
—¡De modo que estás sentado sobre un tesoro! —dijo el campesinito.
—Pues sí —respondió el diablo—, sobre un tesoro en el que hay más oro y plata de lo que hayas podido ver en toda tu vida.
—Pues entonces el tesoro me pertenece, porque está en mis tierras —dijo el campesinito.
—Tuyo será —repuso el diablo—, si me das la mitad de lo que produzcan tus campos durante dos años. Bienes y dinero tengo de sobra, pero ahora me apetecen los frutos de la tierra.
El campesino aceptó el trato.
—Pero para que no haya discusiones a la hora del reparto —dijo—, a ti te tocará lo que crezca de la tierra hacia arriba y a mí lo que crezca de la tierra hacia abajo.
Al diablo le pareció bien esta propuesta, pero resultó que el avispado campesino había sembrado remolachas. Cuando llegó el tiempo de la cosecha apareció el diablo a recoger sus frutos, pero sólo encontró unas cuantas hojas amarillentas y mustias, en tanto que el campesinito, con gran satisfacción, sacaba de la tierra sus remolachas.
—Esta vez tú has salido ganando —dijo el diablo—, pero la próxima no será así de ningún modo. Tú te quedarás con lo que crezca de la tierra hacia arriba, y yo recogeré lo que crezca de la tierra hacia abajo.
—Pues también estoy de acuerdo —contestó el campesinito.
Pero cuando llegó el tiempo de la siembra, el campesino no plantó remolachas, sino trigo. Cuando maduraron los granos, el campesino fue a sus tierras y cortó las repletas espigas a ras de tierra. Y cuando llegó el diablo no encontró más que los rastrojos y, furioso, se precipitó en las entrañas de la tierra.
—Así es como hay que tratar a los pícaros —dijo el campesinito; y se fue a recoger su tesoro.

viernes, 4 de julio de 2008

abuelita




Abuelita

Hans Christian Andersen




Abuelita es muy vieja, tiene muchas arrugas y el pelo completamente blanco,
pero sus ojos brillan como estrellas, sólo que mucho más hermosos, pues su
expresión es dulce, y da gusto mirarlos. También sabe cuentos maravillosos y
tiene un vestido de flores grandes, grandes, de una seda tan tupida que cruje
cuando anda. Abuelita sabe muchas, muchísimas cosas, pues vivía ya mucho
antes que papá y mamá, esto nadie lo duda. Tiene un libro de cánticos con
recias cantoneras de plata; lo lee con gran frecuencia. En medio del libro hay
una rosa, comprimida y seca, y, sin embargo, la mira con una sonrisa de
arrobamiento, y le asoman lágrimas a los ojos. ¿Por qué abuelita mirará así la
marchita rosa de su devocionario? ¿No lo sabes? Cada vez que las lágrimas de
la abuelita caen sobre la flor, los colores cobran vida, la rosa se hincha y toda
la sala se impregna de su aroma; se esfuman las paredes cual si fuesen pura
niebla, y en derredor se levanta el bosque, espléndido y verde, con los rayos del
sol filtrándose entre el follaje, y abuelita vuelve a ser joven, una bella
muchacha de rubias trenzas y redondas mejillas coloradas, elegante y graciosa;
no hay rosa más lozana, pero sus ojos, sus ojos dulces y cuajados de dicha,
siguen siendo los ojos de abuelita.
Sentado junto a ella hay un hombre, joven, vigoroso, apuesto. Huele la rosa y
ella sonríe - ¡pero ya no es la sonrisa de abuelita! - sí, y vuelve a sonreír. Ahora
se ha marchado él, y por la mente de ella desfilan muchos pensamientos y
muchas figuras; el hombre gallardo ya no está, la rosa yace en el libro de
cánticos, y... abuelita vuelve a ser la anciana que contempla la rosa marchita
guardada en el libro.
Ahora abuelita se ha muerto. Sentada en su silla de brazos, estaba contando
una larga y maravillosa historia.
- Se ha terminado - dijo - y yo estoy muy cansada; dejadme echar un
sueñecito.
Se recostó respirando suavemente, y quedó dormida; pero el silencio se volvía
más y más profundo, y en su rostro se reflejaban la felicidad y la paz; habríase
dicho que lo bañaba el sol... y entonces dijeron que estaba muerta.
La pusieron en el negro ataúd, envuelta en lienzos blancos. ¡Estaba tan
hermosa, a pesar de tener cerrados los ojos! Pero todas las arrugas habían
desaparecido, y en su boca se dibujaba una sonrisa. El cabello era blanco
como plata y venerable, y no daba miedo mirar a la muerta. Era siempre la
abuelita, tan buena y tan querida. Colocaron el libro de cánticos bajo su
cabeza, pues ella lo había pedido así, con la rosa entre las páginas. Y así
enterraron a abuelita.
En la sepultura, junto a la pared del cementerio, plantaron un rosal que
floreció espléndidamente, y los ruiseñores acudían a cantar allí, y desde la
iglesia el órgano desgranaba las bellas canciones que estaban escritas en el
libro colocado bajo la cabeza de la difunta. La luna enviaba sus rayos a la
tumba, pero la muerta no estaba allí; los niños podían ir por la noche sin
temor a coger una rosa de la tapia del cementerio. Los muertos saben mucho
más de cuanto sabemos todos los vivos; saben el miedo, el miedo horrible que
nos causarían si volviesen. Pero son mejores que todos nosotros, y por eso no
vuelven. Hay tierra sobre el féretro, y tierra dentro de él. El libro de cánticos,
con todas sus hojas, es polvo, y la rosa, con todos sus recuerdos, se ha
convertido en polvo también. Pero encima siguen floreciendo nuevas rosas y
cantando los ruiseñores, y enviando el órgano sus melodías. Y uno piensa muy
a menudo en la abuelita, y la ve con sus ojos dulces, eternamente jóvenes. Los
ojos no mueren nunca. Los nuestros verán a abuelita, joven y hermosa como
antaño, cuando besó por vez primera la rosa, roja y lozana, que yace ahora en
la tumba convertida en polvo.

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